¿Fracaso? ¡Qué va! Sólo son contratiempos pasajeros



Si pudieras, lector, venir a visitarme a mi despacho en California, verías que, apoyada en una pared de la habitación, hay una hermosa fuente de soda antigua, de caoba y cerámica española, con nueve banquetas altas tapizadas en piel del estilo de las que solían tener las antiguas farmacias. ¿Te parece raro? Sí, pero es que si esas banquetas supieran hablar, te contarían la historia del día que estuve a punto de perder la esperanza y abandonar.

Fue durante un período de recesión, después de la segunda guerra mundial el trabajo escaseaba. Mi marido, el cowboy Bob, se había comprado una pequeña tintorería con dinero prestado. Teníamos dos bebés preciosos, una casa rodante, un coche y un montón de letras que pagar. Entonces se hundió todo. No había dinero para los pagos de la casa, ni para nada más.

Sentía que no tenía ningún talento especial, ninguna formación ni estudios universitarios. Tampoco tenía muy buena opinión de mí misma. Pero recordaba a alguien que me consideraba dotada de una cierta habilidad, mi maestra de inglés en el instituto, en la Alhambra High School.

Fue ella quien me animó a que estudiara periodismo y me nombró directora de publicidad, además de redactora de los artículos de fondo en el periódico escolar. Ese recuerdo me hizo pensar: «Si pudiera escribir los anuncios por palabras del pequeño periódico semanal de nuestro pueblo, tal vez pudiera ganar lo suficiente para los pagos de la casa».

Como no tenía coche ni canguro, tenía que llevar a mis dos hijos en un destartalado cochecito de bebé. Continuamente perdía una rueda, pero yo la volvía a colocar golpeándola con el tacón del zapato y seguíamos andando. Estaba decidida a que mis hijos no se quedaran sin hogar con tanta frecuencia como me había sucedido a mí de niña.

Pero en las oficinas del periódico no había trabajo; por culpa de la recesión, claro. Entonces se me ocurrió una idea. Pregunté si podía comprar espacio publicitario al por mayor y venderlo en forma de anuncios por palabras. Estaban de acuerdo y más adelante me dijeron que sólo había creído que andaría una semana empujando aquel destartalado cochecito, pesadamente cargado, por aquellos campos y caminos de Dios antes de abandonar el intento, pero se equivocaron.

La idea de la columna en el periódico funcionó. Así conseguí ganar lo suficiente para seguir pagando la casa y, además, para comprar un viejo coche usado que había encontrado para mí Cowboy Bob.

Entonces contraté a una estudiante para que me hiciera de canguro todas las tardes, de tres a cinco. Cuando el reloj daba las tres, salía volando en busca de trabajo.

Una tarde oscura y lluviosa todos los posibles compradores de anuncios con que contaba me fallaron.
—¿Por qué? —pregunté, y me respondieron que se habían fijado en que Ruben Ahlman, el presidente de la Cámara de Comercio y propietario de la farmacia del pueblo, no me compraba anuncios. Su tienda era la más popular del pueblo y ellos respetaban su juicio.

—Tus anuncios no funcionan —me dijeron.

El alma me cayó a los pies. Con esos cuatro anuncios habría tenido resuelta la mensualidad de la casa. Entonces pensé que intentaría hablar una vez más con el señor Ahlman. Todo el mundo lo quería y lo respetaba. Seguro que me escucharía. Cada vez que había intentado hablar con él, me había rechazado; o «había salido» o no tenía tiempo. Sabía que si él empezaba a comprarme anuncios, los demás comerciantes del pueblo seguirían su ejemplo.

Esa vez, al entrar en la farmacia, Ahlman, estaba allí, detrás del mostrador de preparación de recetas. Armada con mi mejor sonrisa, puse ante sus ojos mi preciosa «Columna de compradores», cuidadosamente destacada con el rotulador verde de mis hijos.

—En todo el pueblo respetan mucho su opinión, señor Ahlman —dije—. ¿Le importaría prestar atención a mi trabajo por un momento para que yo pueda decirles a los demás comerciantes lo que usted piensa?

Su boca se puso perpendicular, formando una U patas arriba. Sin decir palabra, sacudió enfáticamente la cabeza en ese gélido movimiento que significa «¡NO!». Mi corazón, destrozado, se me fue al suelo con un ruido sordo que, me pareció, todos los presentes debían de haber oído.

De pronto, todo el entusiasmo me abandonó. Conseguí llegar hasta la hermosa fuente de soda instalada a la entrada de la farmacia, con la sensación de que ya no me quedaban fuerzas para coger el coche y volver a casa. Como no quería sentarme sin tomar nada, eché mano de mis últimos diez centavos y, mientras pensaba desesperadamente qué podía hacer, pedí un refresco. ¿Acaso mis bebés se quedarían sin hogar, como tantas veces me había sucedido a mí de niña? ¿Se equivocaba mi maestra del instituto? ¿Quizá ese talento del que ella había hablado no era más que una fantasía? Los ojos se me llenaron de lágrimas.

A mi lado, una voz cordial me preguntó:
—¿Qué es lo que pasa, muchacha?

Al levantar los ojos me encontré con el rostro bondadoso de una señora de hermoso pelo gris. Le conté mi historia, que concluí diciendo:

—Pero el señor Ahlman, a quien todos respetan tanto, no quiere prestarle atención a mi trabajo.

—Déjame ver esa «Columna de compradores»... —me dijo; tomó la hoja del periódico que yo tenía toda marcada y la leyó cuidadosamente. Después giró sobre sí misma, todavía sentada en el taburete, se puso de pie, miró hacia el mostrador de recetas y, con una voz autoritaria que se podía haber oído en toda la manzana, dijo:

—Ruben Ahlman, ¡ven aquí!

¡Era la señora Animan!

Le dijo que me comprara el anuncio y a él la boca se le transformó en una gran sonrisa. Luego ella me preguntó quiénes eran los cuatro comerciantes que me habían rechazado, se encaminó al teléfono y los fue llamando uno por uno. Me dio un gran abrazo y me dijo que estaban esperando que yo fuera a buscar sus anuncios.

Ruben y Vivian Ahlman, se convirtieron en nuestros amigos, y también en firmes clientes de mis anuncios. Me enteré de que Rubén era un hombre encantador, cliente de todo el mundo. Había prometido a Vivían que no seguiría comprando anuncios y estaba tratando de mantener su palabra.

Si yo hubiera preguntado a otras gentes del pueblo, podría haberme enterado de que debería haber hablado desde el principio con la señora Ahlman. Aquella conversación en los taburetes de la fuente de soda fue decisiva.

Mi negocio publicitario prosperó y creció hasta ocupar cuatro despachos, con doscientos ochenta y cinco empleados que estaban continuamente atendiendo cuatro mil cuentas de publicidad.

Más adelante, cuando el señor Ahlman, modernizó la vieja farmacia y retiró la fuente de soda, mi querido esposo Bob la compró para instalarla en mi despacho. Si estuvierais aquí, en California, nos sentaríamos juntos en los taburetes, yo os serviría un refresco y os recordaría que nunca hay que abandonar, que hay que pensar que la ayuda está siempre más próxima de lo que pensamos.

Además, os diría que, si no podéis comunicaros con una persona importante, busquéis más información. Intentad otra vía de acceso. Buscad a alguien que pueda comunicarse en vuestro nombre con el respaldo de una tercera persona. Finalmente, os ofrecería unas palabras, chispeantes y animosas, de Bill Marriott, propietario de una cadena de hoteles:

¿Fracaso? Jamás he tropezado con él. Lo único que he encontrado fueron problemas pasajeros.

-          Dottie Walters

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